En Japón hay un proverbio: "Si huele mal, tápelo". Lamentablemente, este parece haber sido el enfoque de Toyota ante su crisis de seguridad, ya que inicialmente negó, minimizó y mitigó los problemas relacionados con frenos y aceleradores que parecen tener voluntad propia. El presidente Akio Toyoda, nieto del fundador, estuvo desaparecido durante dos semanas y la empresa no pareció ser muy transparente sobre temas clave de seguridad, con lo que arriesga la confianza de sus consumidores en todo el mundo.
Esta ha sido una pesadilla de relaciones públicas para Toyota, ya que su marca ha sido un sinónimo de calidad y confiabilidad. Una crisis como ésta no puede ser más desafortunada para una automotriz y el costo de este problema hasta ahora —el llamado a revisión inicial de US$2.000 millones y la profunda caída del valor de sus acciones desde el 21 de enero, cuando se anunció el llamado a revisión del acelerador— es sólo un pago inicial de la cuenta final. El llamado a revisión ya se expandió a sus modelos Prius en todo el mundo, incluyendo Japón. Ya se empezaron a presentar demandas legales y se espera que los acuerdos extrajudiciales sean millonarios. Y hay que tener en cuenta las fábricas inactivas y los consecionarios vacíos.
No es sorprendente que la respuesta de Toyota haya sido tan inepta y dilatada, porque el manejo de crisis en Japón es ampliamente subdesarrollado. Durante las últimas dos décadas, no puedo pensar en una instancia en la que una empresa japonesa haya tenido un buen desempeño para manejar una crisis. El patrón es demasiado familiar, y típicamente se produce una respuesta inicial lenta, se minimiza el problema, se decide un llamado a revisión a regañadientes, la comunicación con el público es deficiente y hay muy poca compasión y preocupación por los consumidores perjudicados por el producto.
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